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Magisterio sobre amor, matrimonio y familia <br /> <b>Warning</b>: Undefined variable $titulo in <b>/var/www/vhosts/enchiridionfamiliae.com/httpdocs/cabecera.php</b> on line <b>29</b><br />
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[1448] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA FAMILIA, FUTURO DE LA HUMANIDAD

De la Homilía de la Misa en la Plaza del Palacio de Congresos, Santo Tomé, 6 junio  1992

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2. La verdad divina contenida en el Verbo encarnado es al mismo tiempo la más completa verdad sobre el hombre. El hombre creado a imagen y semejanza de Dios, su Creador, recibió, como leemos en el libro del Génesis, el poder de dar nombre a todas las criaturas. Dar nombre quiere decir, al mismo tiempo, gobernar las criaturas en el mundo visible, de acuerdo a las leyes del conocimiento y la sabiduría que están en Dios y provienen de Dios. La eterna Sabiduría significa, respecto a las criaturas, la Providencia, y el hombre que participa de esta Providencia, se somete a ella y, al mismo tiempo, coopera con ella.

En este sentido, adquiere particular significado su participación en el poder creador de Dios cuando se convierte en colaborador en la generación y en la educación de nuevos seres, que la Providencia quiere traer al mundo.

Saberse amados por Dios, contribuyendo a la edificación de su reino en este mundo, es motivo de viva alegría y de esperanza para el hombre y la mujer que comienzan una vida en común. Mucho más aún cuando se considera que el matrimonio ha sido elevado a la dignidad de sacramento por Cristo nuestro Señor, para sanar, perfeccionar y elevar el amor de los cónyuges con un don especial de gracia y caridad (cfr. Gaudium et spes, 49).

Al crear al hombre y a la mujer, Dios los insertó en el mundo con una particular vocación a la comunidad y a la unión. “Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne” (Gn 2, 24). Con todo, para un cristiano, el matrimonio no consiste en un simple remedio creado por los hombres para ordenar y regular las relaciones domésticas en la sociedad civil: es una auténtica vocación, una llamada a la santificación, dirigida a los cónyuges y a los padres cristianos. Gran sacramento en Cristo y en la Iglesia, dice San Pablo (cfr. Ef 5, 32), signo sagrado que santifica, acción de Jesús que se apodera del alma de los esposos y los invita a seguirlo, transformando toda su vida matrimonial en un camino divino sobre la tierra.

Precisamente por esto, es oportuno recordar aquí que el don del sacramento es al mismo tiempo vocación y mandamiento para los esposos cristianos, para que permanezcan siempre fieles entre sí, por encima de toda prueba y dificultad, en generosa obediencia a la santa voluntad del Señor: lo que Dios ha unido “no lo separe el hombre” (Familiaris consortio, 20; cfr. L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de diciembre de 1981, p. 8). El matrimonio, según el Evangelio de Cristo, es una comunidad de vida y de amor para siempre, en la que los esposos se ayudan mutuamente y se completan en su vida humana y cristiana.

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3. La unión matrimonial del hombre y de la mujer –el sacramento del matrimonioda origen a la familia. La liturgia de hoy contiene un mensaje particular para las familias.

El Apóstol Pablo exhorta a los maridos y a las esposas a comportarse de acuerdo con lo que Dios ha establecido, lo que es “desde el principio” y fue renovado por Cristo y consolidado de modo particular. La fuente de esta consolidación es el mandamiento del amor, que atañe de modo particular al matrimonio y a la familia. Si el verdadero amor que viene de Dios une a los esposos y, a la vez, une a padres e hijos en un amor recíproco, entonces el matrimonio y la familia realizan su vocación humana y cristiana. De allí surge “el cotidiano empeño en promover una auténtica comunidad de personas, fundada y alimentada por la comunión interior de amor” (ib., 64). El amor al otro cónyuge no puede ser un amor disfrazado hacia sí mismo. Muchos matrimonios fracasan porque los esposos no están unidos por un amor auténtico, sino por un egoísmo de dos. El verdadero amor se mide por la capacidad de sacrificio y entrega mutua. Los hijos, y toda la comunidad cristiana, son los primeros que se resienten cuando ven que los padres no corresponden a estos ideales cristianos.

Deseo, por ello, formular un apremiante llamamiento: escuchad los planes de Dios para la familia. No dejéis que la influencia del ambiente o de la propaganda os aparte de la responsabilidad de formar una verdadera familia cristiana dentro del hogar. A vosotros, esposos jóvenes, os recuerdo que el futuro comienza en el hogar; debéis adquirir una sólida formación cristiana, para poder elevar a la humanidad a los grandes ideales de amor y paz, que el mundo anhela. En tiempos felizmente pasados, en que una gran parte de los habitantes de Santo Tomé y Príncipe no gozaban de la libertad personal a la que tenían derecho como personas e hijos de Dios, se produjo una pérdida del auténtico sentido del matrimonio. Pero ese período ya ha pasado. Es importante que pasen también las consecuencias de esa antigua situación. La patria y la Iglesia tienen necesidad de familias unidas y estables, en las que el amor de los esposos, confirmado por la gracia de Cristo, venza todos los obstáculos, y en las que los hijos crezcan sanos y sean educados en la ley de Dios.

Escuchad a la Iglesia: que no sea vano el trabajo abnegado que han realizado los sacerdotes, las religiosas y los catequistas, para que los demás vean en vosotros a Cristo mismo. Con Cristo es posible redimir el amor y vencer el recelo y la desconfianza ante la duda entre la posibilidad de ser feliz en un matrimonio cristiano y la de preferir la unión libre.

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4. La Iglesia es la familia de Dios. En cierto sentido la Iglesia es la familia de las familias. Lo que San Pablo escribe en la liturgia de hoy se refiere tanto a la familia como a la Iglesia. Desde los primeros siglos, la familia ha sido llamada “Iglesia doméstica”. Es “el santuario doméstico de la Iglesia” (Familiaris consortio, 55), en el que los esposos, con la ayuda de la gracia, procuran santificar la vida conyugal y familiar.

Por un lado, es importante santificar la vida conyugal, porque Dios ha querido servirse del amor conyugal para traer nuevas criaturas al mundo y completar la edificación de su reino. Pero la paternidad y la maternidad no terminan con el nacimiento: incluyen la educación de los hijos. En otros tiempos, era la familia entera, o la aldea, la que se ocupaba de la educación de los niños y los jóvenes. Con las transformaciones que el tiempo ha producido, esa obligación recae hoy mucho más sobre los padres: son ellos los que deben transmitir a los hijos los valores humanos y la llama de la fe cristiana que necesitan para transformarse en ciudadanos conscientes y cristianos esclarecidos.

Y los padres prestarán un auténtico servicio a la vida de los hijos si les ayudan a hacer de su propia existencia un don, respetando las opciones maduras y promoviendo con alegría toda vocación, incluida la religiosa o la sacerdotal. Un hijo sacerdote, religioso o misionero; una hija consagrada a Dios y al servicio de la Iglesia son una bendición para la familia. A través de ese hijo o hija, la familia entera participa de su entrega a Dios, de su servicio a la comunidad cristiana.

La familia que goza de salud espiritual encuentra su fortaleza en la Iglesia y constituye una fuerza moral fundamental de la sociedad. El Obispo de Roma formula votos para que surjan esas familias en la Iglesia y en la sociedad de Santo Tomé.

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5. La liturgia de hoy habla de la Sagrada Familia de Nazaret.

María y José, junto con Jesús a sus doce años de edad, se van de viaje para participar en las fiestas de Jerusalén. Concluidos los días festivos, los padres de Jesús inician el camino de regreso a Nazaret: María entre las mujeres, José con los hombres, como era costumbre en aquel pueblo. Pero Jesús permaneció en el templo, “sentado en medio de los maestros, escuchándoles y preguntándoles; todos los que le oían, estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas” (Lc 2, 46-47).

En el Hijo de María, a los doce años, se había manifestado su futura vocación mesiánica. Por eso, ante el reproche que le hace su madre, cuando con José lo encuentra en el templo, Jesús responde: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?” (Lc 2, 49).

¿Nos indica, tal vez, este pasaje del Evangelio que la familia es el ambiente en que el hombre madura y “crece en edad” (cfr. Lc 2, 52), pero que es necesario que crezca también “en sabiduría y gracia” (cfr. ib.) ante Dios y ante los hombres?

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6. Hermanos y hermanas, os deseo que Cristo esté con vosotros con toda su riqueza. Os deseo que la paz de Cristo reine en vuestros corazones. Esta paz es fruto del amor que Cristo nos tiene, pues constituye “el vínculo de la perfección” (Col 3, 14) en el corazón del hombre y en la comunidad de los hombres.

Que la gracia de Dios esté con vosotros. Amén.

[DP-87 (1992), 241-242]